El vuelo a China (坐飞机去中国)



Laowai ha llegado a Shanghái.

Como era de esperar, el vuelo ha sido bastante chino. Volar a China es algo que nunca decepciona, como aquella vez que por abrir la boca terminé ayudando a una señora a traducir un maldito TAC de tórax en chino. En ese sentido este vuelo podría haber sido mucho más chino, pero como toma de contacto ha estado bien.

La llegada al aeropuerto, el check-in y el control de seguridad fueron como la seda, aunque luego para compensar y no joder el equilibrio cósmico y el karma pues despegamos con dos horas de retraso. Suerte que siempre viajo con un día de antelación para no llegar tarde a ningún sitio.

Yo me había agenciado un asiento en las primeras filas de un avión bastante grande, con disposición 2-4-2, entre clase business y economy. O sea, una especie de economy con ínfulas, un quiero y no puedo. Y, como era de esperar, me tocó el señor chino. Al principio, intentó comunicarse con el lenguaje universal de los gestos y los okays, que consiste sencillamente en señalar a todo diciendo okay y la respuesta normalmente es un okay o una mascá en la jeta. No pude resistirme y le hablé en chino, y entonces el hombre se me emocionó y sacó todo el acentazo de Shanghái para continuar la conversación. Pasado un rato, me dijo que "su inglés era tan mierda como mi chino" (viva la honestidad, gracias, señor) pero que iba a intentar usarlo. Así que sí, el vuelo fue intenso.

Esta foto demuestra que él también tenía una pantalla. Pero la mía le molaba más.


Lo del espacio personal es, como dirían los piratas, una mera directriz. No hay ninguna ley que prohiba no tocar a la persona de al lado, usar su brazo del asiento, darle repetidos golpes con una mochila al bajarla del maletero o rebuscar por debajo de su asiento o de su manta para encontrar un enchufe. Lo digo porque lo comprobamos en persona durante el vuelo y no vino la policía a detener al señor chino ni nada. Así que ya lo sabéis. Luego en un momento dado, cuando ya habíamos alcanzado el nivel de confianza que da el roce, me hizo una especie de ofrenda sacrificial arrojándome un paquete de galletas sobre mi bandeja (porque dejarlas en la suya era demasiado convencional), y creo que al no quejarme sellé algún tipo de pacto budista por el que nuestros bienes quedaban vinculados hasta el fin de los tiempos. O al menos hasta el fin del vuelo. Así que ambos acabamos viendo mi película, una comedia romántica cuyos actores eran coreanos, en mi iPad. Y, por cierto, el señor pensaba que eran chinos (el audio estaba en inglés), así que ya hemos resuelto uno de los grandes misterios de la humanidad: en efecto, ellos tampoco se distinguen los unos de los otros.

Luego los ratos muertos los pasamos dormitando como marmotas, bien pegados, sería que el avión iba volando todo el tiempo inclinado hacia la izquierda y no le quedaba al hombre más remedio que apoyarse en mí. También rezamos varias veces, yo por un giro a la derecha, y el señor porque era budista y cada cierto tiempo le daba un ataque de fervor relioso y empezaba a canturretear y a emitir una suerte de sonidos guturales. No conseguí averiguar la pauta que seguía, pero una de las veces lo hizo justo después de comprobar dónde estábamos en el mapa. En mi mapa, por si os lo estábais preguntando. El de mi pantalla. Lo mismo estaba rezando porque llegásemos ya. Por cierto, este hombre con eso del budismo pasó un hambre canina durante el vuelo, porque no podía comer nada más que verduras. Así que se pasó 10 horas a base de agua, café y santa devoción.


Al final, con todo y con eso pasamos un vuelo entretenido y no estuvo mal. Nos dieron solo dos veces de comer: cena y desayuno. En los vuelos de las compañías chinas recuerdo que me ponían de comer cada dos horas; el reloj les daba igual, aquí cada 2,5 horas a comer, y punto. Y de postre nos repartieron la habitual tarjeta de inmigración, la de "los aliens" que hay que rellenar tanto al entrar como al salir.

El control de seguridad del aeropuerto fue como la seda, muy bien organizado y con poca gente a esas horas. Lo primero, registrar las huellas digitales en las máquinas, las de ambas manos, y escanear el pasaporte. Luego, control fronterizo, esta vez con un agente de seguridad de carne y hueso y con la tarjeta de inmigración rellenada. Y una vez hecho eso, ya se puede acceder adonde están los equipajes para recogerlos. Por cierto, las maletas las olfateaban un par de perros de la policía conforme salían en la cinta transportadora. No se andan con tonterías en tierras del Tío Mao.


Y para evitar el jetlag, hice lo que siempre hago: ignorar las horas europeas y pensar que ya estoy en China, así que a las 18:00 de Europa dije "buenas noches" y me forcé a dormir hasta medianoche, y funcionó. Así que al aterrizar me fui a hacer turismo y dar paseos, ya os iré contando estos días. Para ir del aeropuerto al centro compré una tarjeta para el Maglev de ida y vuelta que además se podía usar para el metro durante las primeras 24 horas después de la activación y pagué solo 85 yuanes. El regreso al aeropuerto en el Maglev puede ser cualquier otro día. El tren es una gozada, te deja en 8 minutos en Longyang St (龙阳路), donde se pueden tomar 3 líneas de metro distintas.


Por cierto, muy buena inversión la tarjeta con VPN de Holafly. Muy recomendable esta opción, funciona como la seda.


Y hasta aquí la crónica de la llegada a Shanghái. Ya os iré contando cómo transcurren las aventuras el resto de estos días, ¡hasta pronto!

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